NOS JUBILAMOS

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Ahora tendremos tiempo para dominar la Galaxia

‘Halloween’ español: tradiciones de ida y vuelta

Se arraiga en España la celebración de Halloween y, mientras los más pequeños parecen sumarse a la fiesta entusiastas, no faltan entre los adultos quienes se preguntan con cierto disgusto qué diantres pinta este espectáculo de Hollywood entre nosotros. Incluso, el director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española, Joan María Canals, ha manifestado hace unos días que Halloween «no es inocente, pues tiene un trasfondo de ocultismo y de otros tipos de corrientes que dejan su huella de anticristianismo».

Por ello e, independientemente de que a unos les llame más la atención que a otros el festejo, me veo en la obligación de aclarar que Halloween es nuestro. O, mejor dicho, que lo fue. Tanto como Gibraltar. O más. Yo lo descubrí con sorpresa hace años en un pueblecito del estado de Nueva York situado a cien millas de Manhattan. En el mismo valle en el que espero celebrar pronto con los amigos de aquella época la victoria electoral de Obama. Vecinos demócratas y republicanos; ya que más de uno se ha pasado al cambio, consciente de que el futuro, aunque parezca una contradicción dialéctica, se le presentaría mucho más negro con McCain en el poder.

Entonces era el final de octubre y tocaba rastrillar hojas de arce, tallar calabazas, construir lápidas de corcho blanco y ofrecer chocolatinas de tamaño reducido a las interminables hordas infantiles que invadían mi jardín. Intrigado por el enigma de la fiesta de Halloween, empecé por desmembrar la palabra en sílabas. All, todos. Hallow, santificar. Even, abreviatura de evening, tarde. ¡Víspera de Todos los Santos! Un nombre cristiano que escondía una costumbre de origen celta y que, coincidiendo con la caída de las hojas secas, símbolo de muerte en la naturaleza, se remontaba a la vieja Europa del siglo III antes de Cristo. Resultaba que en la Edad del Hierro, con la excepción de los tartesos del sur y los íberos del litoral Mediterráneo, los habitantes de la Península creían que, la noche de transición del invierno al verano, bajaban del cielo las almas, unidas en Santa Compaña, y vagaban por los caminos cubiertas por sudarios de color blanco. El pobre infeliz que se topara con tan macabra procesión estaba condenado a sumarse a ella y, para evitar el encuentro, la gente colocaba lámparas de aceite en los cruces de caminos, facilitando el paso a la Suma de las Animas y asegurándose así de que no se entretendrían buscando el sendero y se alejarían de allí cuanto antes.

Y no ocurría solamente en Galicia o en Asturias. También era celta la comarca extremeña de las Hurdes, donde se aparecían los jinetes fantasmagóricos del Corteju de Genti de Muerti; Zamora, por donde vagaba la Estadea, mujer sin rostro que desprendía el desagradable olor a humedad de los sepulcros; o León, por donde peregrinaba sin rumbo la espantosa Hueste de ánimas. En estos territorios, una vez producido el desafortunado encuentro, al vivo se le seguían apareciendo los muertos cada noche hasta minarle la salud de un modo irreversible. Contra el maleficio no existía otra cura que el viejo remedio de ganarse al enemigo por el estómago. Con tal motivo se organizaban fiestas en los cementerios para ofrecerles a los difuntos dulces y castañas asadas sobre sus tumbas. Al final de aquellas celebraciones, en las que solía abundar el vino, los asistentes se tiznaban la cara con los carbones de la hoguera y se dedicaban a asustarse los unos a los otros.

O sea que, Halloween, trick, or treat, tampoco nos pilla tan lejos. Trick, broma, susto, jugarreta, or treat, o regalo. Castañas asadas o te llevo conmigo de este mundo. Antes de que el Papa Gregorio IV, allá por el año 835, cristianizara la ceremonia, las linternas, los dulces y los disfraces formaban parte del imaginario popular de nuestros ancestros. Luego quedaron prohibidos. La Iglesia trasladó el día de Todos los Santos, que se celebraba en mayo, al primero de noviembre y dijo que aquello era cosa de brujas y que lo bueno eran sus ángeles. En España le dijimos adiós oficialmente a la ceremonia; en el Reino Unido, con la llegada de la reforma, la pudieron recuperar y más tarde los irlandeses la embarcaron hacia América allá por el XIX.

La versión que nos llega ahora, de vuelta, como las habaneras flamencas, es la irlandesa. Borrada por la Iglesia toda posibilidad de asociar la fiesta a su verdadera razón de ser, el pueblo hubo de inventar un personaje que le conectase de nuevo a sus raíces. Surgió el mito de Jack el del Farol, Jack of The Lantern, que, tras burlarse con éxito del demonio, fue castigado por éste a vagar en la oscuridad con un tizón ardiente metido en un tubérculo tallado a modo de linterna. El descubrimiento de América en el siglo XV traería a Europa las calabazas y facilitaría sobremanera la expansión de la leyenda. Se dejaron de encender luces en calaveras de animal llenas de grasa y se pusieron de moda los cirios en faroles recortados en la cáscara dura de las cucurbitáceas. De los caminos y los cruces, los candiles saltaron a las ventanas de las cocinas. Nacieron los Jack O¿Lantern, caras terroríficas recortadas en la calabaza para asustar al espíritu errante del tacaño Jack.

A Nueva York los emigrantes llevaron la tradición y un vecino ilustre del Estado, el escritor Washington Irving, se encargó de asociarla a los maizales. A partir de ahí, escrita la leyenda del caballero sin cabeza en el pueblo de Sleepy Hollow, cercano al lugar de su residencia, se abrieron infinitos caminos para los expertos del marketing. Pero, vamos, que, del mismo modo que el jazz no hubiera existido sin los instrumentos de viento que aportaron los soldados españoles acuartelados en Nueva Orleans, Spielberg no hubiera podido rodar la famosa escena de E.T. en la que los protagonistas se cruzan en Halloween con un niño disfrazado de Darth Vader, si no hubieran existido nuestros antepasados celtas.

Lo que hoy nos llega no es otra cosa que una fiesta inocente. Una disculpa para disfrutar de los huecos de felicidad que nos depara de vez en cuando esta vida agitada que llevamos. Es cierto que las tiendas se llenan de artilugios que ansían vender a nuestros hijos; pero no es menos cierto que no resulta obligatorio comprarlos. Se asusta lo mismo con un disfraz casero. En Rhinebeck, el pueblo neoyorquino en el que me aficioné a estas historias, nos gustaba acercarnos al escaparate de Stickles. Unos almacenes que parecían sacados de una portada de Norman Rockwell para el Saturday Evening Post. A finales de octubre se llenaban de brujas de tamaño natural y arañas gigantescas listas para ser hinchadas y colocadas en los porches. Bombillas naranjas para los árboles y las cornisas de las ventanas. Tumbas de pega con inscripciones graciosas para montar tu propio cementerio en el jardín. En una lápida podía leerse: «¿Lo ves?, te dije que me encontraba muy mal». Y en otra el epitafio rezaba: «En memoria de Anita Buenaesperanza. Aquí yace el cuerpo de Ana, enviada a la muerte por una banana. No fue la fruta, lo que la mató, sino la cáscara, de un resbalón». En Stickles se podían comprar esqueletos que simulaban salir de la tierra, momias, fantasmas para colgar de los árboles, vampiros y muñecos mecánicos. Adornos para ventanas y chimeneas, manteles y servilletas naranjas con dibujos de miedo y los típicos cubos de plástico con forma de calabaza para que los niños metieran los caramelos que iban pillando por las casas.

Y no hay más. Una fiesta que fue, que se marchó y que retorna, como le ocurre a cualquier emigrante, convertido en algo diverso de lo que partió. Al que le guste, que la disfrute. Al que no, que la ignore. Pero no parece acertado referirse a ella, ni como invasión cultural, ni como arma del diablo. Alertar de que los niños, al celebrar Halloween con sus amigos del colegio, «corren el peligro de abrirse a la muerte», se me antoja una exageración poco acertada. Sobre todo viniendo de una Iglesia que, desde el siglo V, en que se labrara por vez primera la imagen de la crucifixión de Cristo en las puertas de la basílica romana de Santa Sabina, se ha empeñado en que, de Jesús, nos quedemos mayormente con sus horas de sufrimiento en el travesaño.

Guillermo Fesser, periodista, miembro del dúo Gomaespuma y director de cine.


Este artículo se publicó originalmente en el periódico «El Mundo»


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